Cuando era chica, El Perro (mi hermano) tenía un cubo mágico, no era de colores, sino con frutas. Entonces, había que llenar caras de frutillas, uvas, bananas y ananás. El perro sabía armarlo todo. Yo le pedía que me enseñase, entonces él, con toda la paciencia del mundo, se sentaba al lado mío, y en una docena de movimientos precisos lograba unir las frutillas con las frutillas, las uvas con las uvas, las bananas con las bananas y los ananás con los ananás. Parecía magia, pero solo se trataba de estrategia. Después, lo volvía a desarmar, para que yo pudiese seguir su ejemplo. Pero era inútil. En mis manos, los movimientos con el cubo se volvían imprecisos, mi desesperación aumentaba, y al no poder llevar a cabo la empresa, esperaba alguna distracción de El Perro para hacer trampa. Entonces, cuando se iba, aprovechaba para despegar las frutas (que eran stickers pegados al cubo)y agruparlas con sus pares. El Perro volvía antes de que pudiese terminar con mi plan, me sacaba el cubo de un