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Rueditas

Por esa época íbamos todos los sábados a la tarde al descampado de los eucaliptus a practicar andar en bici sin rueditas. Mi viejo aflojaba las tuercas, levantaba las rueditas y ahí empezaba la práctica. Yo pedaleaba, él ponía una mano en el manubrio y otra en el asiento de atrás, de a poco me iba soltando, pero no era fácil lograr el equilibrio, entonces sus manos, esas manos grandes, fuertes y cálidas volvían para sostenerme. No recuerdo cuántos sábados habremos ido a practicar a los eucaliptos, pero sí me acuerdo de aquel sábado. Ya estaba bajando el sol, yo pedaleaba mientras mi papá intentaba la técnica tantas veces repetida. En un momento dejó de sostener el manubrio y casi sin que me diera cuenta soltó el asiento. Me acuerdo de que miré al costado y vi en la tierra del descampado la sombra de su figura alejándose mientras yo seguía pedaleando. Lo recuerdo casi como una instantánea: la silueta, los rulos, los brazos atentos al costado del cuerpo listos para salir ante cualquier emergencia. Y también recuerdo mi sensación de asombro, libertad, alegría y, no lo voy a negar, un poco de miedo que se fue diluyendo a medida que aceleraba la marcha.  


(Hoy se cumplen tres años de la muerte de mi viejo. Estuve todo el día pensando en él y se me vino a la cabeza la imagen de su sombra en el descampado de los eucaliptos, ese sábado de hace muchísimos años en el que mi viejo tendría cinco años más de los que yo tengo ahora, y yo me sentía invencible por haber aprendido a andar en bicicleta). 

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