Con Edu la pasábamos muy bien. Nos reíamos de todo. Parábamos en hostels (una experiencia cercana a la convivencia en Gran Hermano pero sin cámaras ni micrófonos, ni nominados y expulsados, y con gente que hablaba en diferentes idiomas). Teníamos que estar explicando casi todo el tiempo que no éramos pareja, e incluso hasta llegamos a pensar en mandar a estamparnos una remeras con la leyenda “estoy sola”, o “no somos novios”. Cada vez que veía algún chico lindo por la calle, Edu decía: “te estoy escupiendo el asado, che”. Sin embargo, por más chico lindo que se cruzase, yo lo seguía extrañando a El y hubiese querido que compartiera conmigo siquiera un tercio de todo lo que estaba viviendo.
Tilcara tiene una mística muy diferente a Purmamarca. Es un pueblo más grande, con callecitas empedradas y tiene mucha, pero mucha onda. Comer salchipapas con una Norte bien fría en la plaza era lo más de lo más.
En un puestito de artesanías enfrente de las ruinas de Tilcara conocimos a Esther, una señora que andaba en camioneta con sus dos hermanos y que se ofreció a llevarnos hasta la punta de un cerro en la parte de atrás de la rastrojero. Así que, sin poder creer la suerte que habíamos tenido (nunca hubiésemos podido llegar a pie hasta ahí) nos subimos y viajamos con el viento y el sol de nuestro lado, mientras yo improvisaba algunos temas con una especie de quena que había conseguido en el puesto de artesanías (confieso que al tercer tema Edu ya quería sacarme la quena de las manos y tirarla al costado del camino).
Esther paraba a cada rato para preguntarnos si estábamos bien. Me hacía acordar muchísimo a mi mamá y hasta en joda decíamos que era una señora que había contratado mi madre desde Buenos Aires para cuidarme. Llegamos hasta lo alto, bajamos, sacamos fotos, volvimos a las ruinas de Tilcara y Esther me dejó su celular cuando se enteró que Edu no era mi novio y que en unos días seguiría el recorrido sola. Le agradecí el gesto, agendé el celular por si acaso, pero nunca más volví a saber de ella.
Las ruinas de Tilcara son una muestra de la sabiduría de los pueblos originarios y su total conexión con la naturaleza y El Universo. La vista desde ese lugar es increíble, y cuando cae la tarde, si uno presta atención, puede escuchar el secreto que proviene de las piedras.
Tilcara tiene una mística muy diferente a Purmamarca. Es un pueblo más grande, con callecitas empedradas y tiene mucha, pero mucha onda. Comer salchipapas con una Norte bien fría en la plaza era lo más de lo más.
En un puestito de artesanías enfrente de las ruinas de Tilcara conocimos a Esther, una señora que andaba en camioneta con sus dos hermanos y que se ofreció a llevarnos hasta la punta de un cerro en la parte de atrás de la rastrojero. Así que, sin poder creer la suerte que habíamos tenido (nunca hubiésemos podido llegar a pie hasta ahí) nos subimos y viajamos con el viento y el sol de nuestro lado, mientras yo improvisaba algunos temas con una especie de quena que había conseguido en el puesto de artesanías (confieso que al tercer tema Edu ya quería sacarme la quena de las manos y tirarla al costado del camino).
Esther paraba a cada rato para preguntarnos si estábamos bien. Me hacía acordar muchísimo a mi mamá y hasta en joda decíamos que era una señora que había contratado mi madre desde Buenos Aires para cuidarme. Llegamos hasta lo alto, bajamos, sacamos fotos, volvimos a las ruinas de Tilcara y Esther me dejó su celular cuando se enteró que Edu no era mi novio y que en unos días seguiría el recorrido sola. Le agradecí el gesto, agendé el celular por si acaso, pero nunca más volví a saber de ella.
Las ruinas de Tilcara son una muestra de la sabiduría de los pueblos originarios y su total conexión con la naturaleza y El Universo. La vista desde ese lugar es increíble, y cuando cae la tarde, si uno presta atención, puede escuchar el secreto que proviene de las piedras.
Comments