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Te cuento una boludez

Cuando era chica, muy chica, “así de chiquita” diría mi madre señalando el piso,  mi color favorito era el verde. Según cuentan las crónicas de aquella época, quería que todo objeto que me rodeara fuera verde: ropa, vasos, cubiertos. Incluso dicen que decía que era hincha de Ferro, cuando a ningún miembro de mi familia ni siquiera le gustaba el fútbol.
La afición por ese color me fue acompañando a lo largo de mi vida y las anécdotas y recuerdos -no sé si propios  o construidos-, también.
La semana pasada, en una de mis últimas incursiones en eventos marketineros, fui a una conferencia de una marca de desodorantes.  Durante el “brunch” –ahora le dicen así- una diseñadora hablaba sobre la importancia del color y otras cuestiones sumamente intrascendentes. La mujer afirmaba que todos nacemos con un color, que tiene que ver con nuestras vibraciones y que permanece a lo largo de toda nuestra vida. Que es el color que mejor nos representa, el que nos “viste” mejor y nuevas trivialidades sobre colores y moda.
La cuestión es que, esta señora, dijo que al final de la charla nos iba a hacer un test para decirnos el color “de cada una”. En ese momento, me levanté de mi silla y huí despavorida del salón. Cuando estaba llegando a la puerta, me dijeron que si ya me iba, completase  unas simples preguntas para saber cuál era mi color. Era una especie de test de revista Cosmopolitan. Lo completé por simple curiosidad y…

¿Adivinen qué color salió? 

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