No es ninguna novedad ni será aquí el primer lugar donde
lean esto: la convivencia, señores míos, es una cuestión complicada. En mi
caso, hizo que me encontrase con una
faceta desconocida, inesperada, insospechada. Ante semejante sorpresa, consulté
con varios pares que estuvieron atravesando o atravesaron por esta cuestión y
llegué a una conclusión tal vez injusta: bajo ciertas condiciones, como la del
concubinato, las personas, queridos míos, nos transformamos en seres
desconocidos hasta para nosotros mismos. Existen, en este periplo, también
risas y alegrías, claro está. Pero vamos a detenernos en los infortunios, que
es lo más divertido de esta cuestión. En mi caso, yo ingresé a la convivencia
de golpe y porrazo, luego de muchos años disfrutando de una vida solitaria con
mascota. Al comienzo, las peleas eran por no encontrar algo en la alacena
después de estar todo el día deseando el momento de llegar a casa para abrir
ese… chocolate, ponele. También las hubo en relación a los horarios de llegada,
usos del baño, despertadores, orden y desorden. Al comienzo, debo admitirlo, la
convivencia me cayó mal, sacó lo peor de mí, me convirtió en un ser amargo, que
se aferraba a unos hábitos, que, curiosamente nunca había tenido. Me estresaba
por cualquier cuestión. Desde la rotura del lavarropas hasta quedarme sin pasta
de dientes, todo era una catástrofe. En el ciclo del concubinato existen peleas
por cuestiones referidas a bombachas colgadas en canillas del baño, el volumen
de la televisión, descolgar la ropa si se cocina, la temperatura del aire
acondicionado en verano y el acolchado y las frazadas en invierno, ect. Pero
hay experiencias extremas, como la no utilización de bolsas del chino para los
residuos,hacer los mandados con ecobolsa
y no hacer planes para los días miércoles porque es el día del lavado de
sábanas.
La firmante declara que los hechos que se narrarán a continuación ocurrieron en las primeras horas del domingo, y que bajo ninguna circunstancia se encontraba bajo los efectos de ningún estimulante. Siendo las 12.30 de la madrugada del domingo, suena el portero del departamento que comparto con gato. Era Lula. Me pongo mis pantuflas rojas con corazón azul y bajo a abrirle la puerta. Cuando me dispongo a abrir la puerta de entrada, diviso que detrás de Lula aparece un sujeto, de unos 35 años, castaño de tez blanca. Pensando que tal vez el sujeto estaría aprovechando que abriese la puerta para entrar al edificio, esperé a que sacase la llave (si es que vivía en el lugar) o en su defecto tocase el portero. Pero nada de eso ocurrió. El sujeto miró a Lula y le preguntó en un tono coloquial: -¿Está Marcela?!. Ante esta pregunta, Lula entre asombrada, risueña y algo asustada, me mira a mí, lo mira al sujeto y le dice: -No sé de lo que me está hablando. Tras la respuesta, el sujeto me mira a m
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