No es ninguna novedad ni será aquí el primer lugar donde
lean esto: la convivencia, señores míos, es una cuestión complicada. En mi
caso, hizo que me encontrase con una
faceta desconocida, inesperada, insospechada. Ante semejante sorpresa, consulté
con varios pares que estuvieron atravesando o atravesaron por esta cuestión y
llegué a una conclusión tal vez injusta: bajo ciertas condiciones, como la del
concubinato, las personas, queridos míos, nos transformamos en seres
desconocidos hasta para nosotros mismos. Existen, en este periplo, también
risas y alegrías, claro está. Pero vamos a detenernos en los infortunios, que
es lo más divertido de esta cuestión. En mi caso, yo ingresé a la convivencia
de golpe y porrazo, luego de muchos años disfrutando de una vida solitaria con
mascota. Al comienzo, las peleas eran por no encontrar algo en la alacena
después de estar todo el día deseando el momento de llegar a casa para abrir
ese… chocolate, ponele. También las hubo en relación a los horarios de llegada,
usos del baño, despertadores, orden y desorden. Al comienzo, debo admitirlo, la
convivencia me cayó mal, sacó lo peor de mí, me convirtió en un ser amargo, que
se aferraba a unos hábitos, que, curiosamente nunca había tenido. Me estresaba
por cualquier cuestión. Desde la rotura del lavarropas hasta quedarme sin pasta
de dientes, todo era una catástrofe. En el ciclo del concubinato existen peleas
por cuestiones referidas a bombachas colgadas en canillas del baño, el volumen
de la televisión, descolgar la ropa si se cocina, la temperatura del aire
acondicionado en verano y el acolchado y las frazadas en invierno, ect. Pero
hay experiencias extremas, como la no utilización de bolsas del chino para los
residuos,hacer los mandados con ecobolsa
y no hacer planes para los días miércoles porque es el día del lavado de
sábanas.
No hay muestra mayor de compromiso que dar las llaves de la casa, departamento, habitación de pensión, lo que sea que fuese la morada de una. El compromiso no se demuestra con hechos, con presentar la familia, ni siquiera con un anillo. No. Darle las llaves a otro no es un hecho dejado al azar, no es una cuestión de practicidad, no es “para no bajar a abrir a la mañana”, para “que le vayas a cambiar las piedritas al gato”. No. Dar las llaves es “dar las llaves”. A razón de verdad, yo di mis llaves una sola vez. Fue un acto ingenuo, casi obligado y con el que cargué mucho tiempo. El también me dio sus llaves. Finalmente, el devenir de los hechos hizo que sus llaves terminaran fundiéndose con muchas otras en el Monumento al Che, las mías vaya a saber dónde, pero bueno, ese es otro tema. Por eso, yo ahora ando con mi par de llaves, otro en la casa de Almendra y otro en lo de Perro. Nada más. Ni a mi madre. Las llaves son una cuestión muy íntima. Y hace un par de semanas, cuando le quise b...
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